¿Mal de muchos? Cero consuelo
Autor: Constanza Valdivia Rossel|
“La cólera que les llevó a votar por Le Pen debe tener respuesta”, señaló el recién reelecto presidente francés Emmanuel Macron, en su discurso de celebración del triunfo, dando cuenta con ello de una situación de profundo descontento y desapego a las instituciones tradicionales existente en el país europeo.
Se trata de un fenómeno internacional, y que en nuestro país cobra particular intensidad, afectando a todo el arco institucional, en particular a las organizaciones mediadoras entre la ciudadanía y el poder, como los partidos políticos.
El destacado antropólogo Gregory Bateson propuso en su modelo comunicacional cuatro niveles de comunicación de los individuos en el contexto social: el intrapersonal, correspondiente a la reflexión individual; el interpersonal, referido al espacio íntimo, en especial la familia; el grupal, correspondiente a las organizaciones intermedias; y el cultural, como llama a las instituciones determinantes para el conjunto de la sociedad, como los sistemas políticos y jurídicos.
Pues bien, a raíz de la irrupción de las tecnologías digitales de comunicación, en particular de las redes sociales, los ciudadanos pueden influir directamente sobre la esfera pública, saltándose los niveles organizacionales clásicos de la política. Lo reconoció claramente el exsenador Orlando Letelier, quien manifestó que le habría encantado ser embajador en Estados Unidos, “pero las redes hicieron lo suyo”.
Es así como las críticas, destempladas e infundadas en no pocos casos, cruzan todos los ámbitos del espacio político, afectando incluso a instituciones consideradas hasta hace poco promisorias, como la Convención Constituyente, cuyo desorden comunicacional ha aportado, por cierto, a su incipiente desprestigio.
Otro ejemplo es la presión por el quinto retiro, que puso en jaque al gobierno del presidente Boric a pocas semanas de iniciada su gestión. En este caso, primó el interés individual por sobre toda consideración solidaria en materia previsional, otro efecto del desprestigio de las instituciones.
Y no se trata solo de las organizaciones políticas clásicas, como los partidos: las acusaciones extendidas de corrupción y abusos recaen también sobre el empresariado, las Fuerzas Armadas y de Seguridad, las Iglesias y hasta las instituciones deportivas y salpican prácticamente a todo el espectro institucional del país, independientemente del color político-partidario de quien detente el poder.
Quizás esto no sea extraño en tiempos de confusión político-ideológica extrema a nivel global, que lleva por ejemplo a no pocos militantes comunistas nostálgicos de la Guerra Fría a identificarse con un exponente de la ultraderecha nacionalista como Putin.
Pero lo cierto es que la constatación de que nadie se salva del juicio crítico de la ciudadanía dista de ser un alivio y menos un consuelo, en Chile y en el resto del planeta.
La crisis sistémica, acompañada de fenómenos globales como la guerra, el descalabro económico y el colapso climático pone quizás por primera vez a la humanidad ante desafíos existenciales, que exigen respuestas globales. Inmersos en nuestra afiebrada contienda política local, en Chile parecemos estar aún lejos de entenderlo.